Salud mental y COVID-19

Psiquiatra especialista en Psicogeriatría. Director médico de Hermanas Hospitalarias en el País Vasco (Aita Menni) y Navarra.
Nuestro director médico nos recuerda que «en tiempo de calamidad se acentúa el estigma hacia la enfermedad mental, y las personas tienden a rehuir más recibir un diagnóstico o un tratamiento relacionados con la salud mental». En su opinión, «las formas de reforzar la atención primaria pueden ser variadas, e incluso pueden coexistir varias estrategias, desde la incorporación de profesionales de salud mental, a la mejora de la comunicación, supervisión y derivación, o incluso la novedosa apuesta por la integración de los dos sistemas de atención a nivel ambulatorio».

Cada 10 de octubre, la Organización Mundial de la Salud y la Federación Mundial de Salud Mental promueven el Día Mundial para recordarnos la situación de los millones de personas en todo el mundo que padecen algún tipo de trastorno psiquiátrico. Este año, la convocatoria viene marcada por la pandemia de COVID-19, como casi todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Las instituciones convocantes nos recuerdan que, a nivel global, los países gastan en promedio solo el 2% de sus presupuestos sanitarios en salud mental. A pesar de algunos aumentos en los últimos años, la inversión internacional para el desarrollo en materia de salud mental nunca ha superado el 1% de toda la inversión para el desarrollo en el ámbito de la salud. Esto ocurre a pesar de que por cada US$ 1 invertido en la ampliación del tratamiento de trastornos mentales comunes, como la depresión y la ansiedad, se obtiene un rendimiento de US$ 5 en cuanto a la mejora de la salud y la productividad. Por eso, el lema de este año nos anima a pasar de las palabras a los hechos, y ya desde el pasado mes de septiembre se puso en marcha una campaña con motivo del Día Mundial de la Salud Mental titulada: Acción a favor de la salud mental: invirtamos en ella. La COVID-19 no ha mejorado en absoluto este escenario. Hasta la fecha, la pandemia ha afectado aproximadamente a 35 millones de personas en todo el mundo, ha causado más de un millón de fallecimientos, y permanece la amenaza de nuevos brotes y oleadas. Por otra parte, las medidas de seguridad, higiene y distanciamiento social han provocado una crisis económica y, previsiblemente, social sin precedentes en cuanto a su magnitud y la rapidez con que se ha instaurado. Todo ello unido al clima social de incertidumbre y temor, acrecentado por unas respuestas de las autoridades sanitarias dubitativas e incluso contradictorias, teñidas de un fragor político contraproducente. Además, es la primera vez que una sociedad tan global y mediática como la actual se enfrenta a una pandemia, lo que tiene que ver, por ejemplo, con la velocidad de su expansión y con la exposición permanente a noticias de todo tipo, incluyendo un porcentaje nada desdeñable de noticias falsas, y el desarrollo de actitudes negacionistas y conspiratorias que hasta hace poco hubieran resultado inverosímiles. No es de extrañar, por lo tanto, que la COVID-19 y las circunstancias asociadas hayan tenido un impacto notable sobre la salud mental. Un estudio realizado en China entre el 31 de enero y el 2 de febrero de este año puso de manifiesto que la prevalencia de depresión y ansiedad se había duplicado con respecto a las cifras encontradas antes de la epidemia, y que este incremento se asociaba a una mayor exposición a los medios. Los datos provenientes de otros países – EE. UU., Italia, Francia – son parecidos. En nuestro país, los autores de un estudio realizaron una encuesta a través de internet a 3.460 sujetos, y encontraron que el 18,7% de la muestra presentaba síntomas depresivos, el 21,6% de ansiedad y 15,8% de trastorno por estrés postraumático. Estas cifras coinciden con el aumento de los trastornos psiquiátricos registrado en otras situaciones similares, como las epidemias causadas por el virus del ébola y SARS-CoV-1. Además de la repercusión directa de la infección en el sujeto que la padece y en su entorno familiar y social, aparecen fenómenos de duelo por la pérdida de compañeros, familiares y amigos. Tampoco podemos olvidar que la crisis económica y el desempleo derivados de las medidas de confinamiento y aislamiento social también generan por sí mismos un aumento de los trastornos psiquiátricos, como sabemos por la reciente experiencia de la crisis de 2008. Un factor adicional que considerar tiene que ver con la atención psiquiátrica dentro del sistema sanitario. En este sentido, la falta de preparación y coordinación y la escasez de medios para enfrentar la COVID-19, en un contexto de dificultades preexistentes en la atención psiquiátrica, plantea preocupaciones importantes para la salud de los pacientes con trastornos mentales. En muchos lugares, se ha producido una derivación de los recursos de salud mental – por ejemplo, camas de hospital, etc. – para atender la crisis sanitaria. También se han cerrado temporalmente dispositivos asistenciales como centros de día, centros de salud mental, etc. Y las unidades de larga estancia o residenciales se han visto especialmente afectadas por la infección, a la vez que han debido modificar drásticamente su organización y forma de funcionamiento, aquejadas de una falta de personal alarmante. Asimismo, los profesionales de la salud, que reaccionaron con presteza y brío en la primera oleada de la primavera pasada, se muestran en gran medida cansados y decepcionados. El sentimiento de que sus líderes no se ocupan de los problemas del día a día y de que están prácticamente abandonados a su suerte está mucho más generalizado de lo que sería deseable. ¿Qué podemos hacer ante esta situación? En cuanto a política asistencial, la experiencia de la crisis económica de 2008 dejó claro que el exceso de demanda va a dirigirse fundamentalmente hacia la atención primaria. En tiempo de calamidad se acentúa el estigma hacia la enfermedad mental, y las personas tienden a rehuir más recibir un diagnóstico o un tratamiento relacionados con la salud mental. Las formas de reforzar la atención primaria pueden ser variadas, e incluso pueden coexistir varias estrategias, desde la incorporación de profesionales de salud mental, a la mejora de la comunicación, supervisión y derivación, o incluso la novedosa apuesta por la integración de los dos sistemas de atención a nivel ambulatorio. Otro aspecto fundamental es mantener o mejorar la atención a los colectivos más vulnerables: personas con enfermedades mentales graves y/o institucionalizadas, ya que hay evidencias de que son los grupos más afectados por la pandemia, especialmente los de edad más avanzada. A nivel personal, propongo una simple regla de tres pasos:Impacto notable
Atención psiquiátrica dentro del sistema sanitario
Una simple regla de tres pasos
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